El caso de Dan Brown es paradójico. Para cualquiera con un mínimo de sensibilidad literaria, se trata de un escritor malo de solemnidad, que emplea los recursos de la novela de intriga -los pocos que cree saber emplear- con una torpeza inusitada. Con sus obras hasta ahora publicadas se las ha apañado para provocar el rechazo, la indignación y hasta el pitorreo de historiadores y estudiosos del arte -como con "El Código Da Vinci"-, geólogos y paleontólogos -con "La conspiración"- y, en fin, cualquier otro sector del conocimiento en que haya tenido la ocurrencia de basar su argumento.
Sin embargo, para los editores Dan Brown es sinónimo de superventas, y dado que su negocio consiste en vender libros, no vacilan en publicar cualquier cosa que lleve su firma. Incluyendo en ese "cualquier cosa" algo tan difícil de calificar como "Fortaleza Digital".
En principio, podríamos decir que "Fortaleza Digital" no es una novela de Dan Brown. Es la novela de Dan Brown. Quiero decir que cualquier lector que haya sufrido las restantes obras del autor encontrará en "Fortaleza Digital" exactamente lo mismo. Y no me refiero a que sus personajes sean tan estereotipados como siempre, sus situaciones igual de forzadas, o sus tramas lo mismo de previsibles, no. Quiero decir que son exactamente los mismos que en las anteriores novelas.
De modo que si usted ha leído ya algo de Dan Brown sabrá sin necesidad de abrir el libro, por ejemplo, cómo son los personajes. Exacto: los buenos son un hombre y una mujer jóvenes, altos, guapos e inteligentísimos. Los malos se dividen, como no podía ser menos, en un casi anciano jefe, que asume un papel aparentemente protector hacia la chica pero que resulta ser un malvado de tomo y lomo -aunque por una buena causa, eso sí- y un asesino sin escrúpulos que, para no variar, sufre una tara física (en este caso es sordo). Y a su alrededor, como también es costumbre de la casa, pululan una serie de personajes para los que Brown no parece decidirse a otorgarles un papel protagonista o secundario, pero que también responden fielmente a los tópicos más tontos que podamos imaginar: el "gurú" informático, devorador compulsivo de pizzas e incapaz de someterse a disciplina alguna; la jefe de seguridad, de constancia implacable e instinto infalible; el asistente del Director de la NSA, indeciso y timorato... Da la impresión de que Dan Brown tuviese acceso a la papelera a donde van a parar los personajes que, por tópicos, planos o absurdos, no quieren emplear los novelistas de verdad.
Pero el hecho de que los personajes sean tópicos y sencillotes no quiere decir que Brown sea capaz de manejarlos con habilidad. Más bien todo lo contrario. Para mostrarnos cómo es la protagonista, Susan Fletcher, Brown hace que un guardia de seguridad, contemplando sus piernas, murmure para sí
"Es difícil creer que tengan encima un coeficiente intelectual de 170".
La frase, a primera vista, parece sugerirnos tan sólo que Susan es guapa y es inteligente, cualidades que por lo visto a Brown le parecen raramente compatibles. Pero basta avanzar un poquito en el libro para darnos cuenta de la profunda verdad que encierran esas palabras: en efecto, el comportamiento de Susan hace difícil de imaginar que tenga un CI de 170, o de 17, y a veces no parece ni llegar a 1,7. A lo largo del libro, la extraordinaria criptóloga de la NSA que pretende vendernos la novela se nos revela como una pobre tonta incapaz de darse cuenta de una trama que el lector va adivinando sin ningún esfuerzo. Eso sí, la chica muestra una gran capacidad de asombro, repitiéndose a sí misma tres veces las cosas para recalcarnos lo sorprendentes que resultan esos giros argumentales que vemos venir desde hace ocho capítulos. Y si como detective no es gran cosa, como criptóloga tampoco crean que es nada del otro mundo: las últimas páginas son un suplicio para el lector, que ve cómo transcurren los párrafos sin que la experta en claves sea capaz ni siquiera de reconocer las que cualquiera ha podido comprender y descifrar al primer vistazo.
En fin, que ni los personajes son creíbles -a no ser que supongamos que se habían dejado las neuronas en la tintorería esa mañana-, ni la trama es tampoco nada espectacular: lo único que la diferencia de otras novelas de intriga es que el "suspense" se consigue no a base de sorprender a los lectores, sino mediante el ingenioso método de tenerlos en vilo esperando a ver cuánto van a tardar los inteligentímos protagonistas en darse cuenta de las obviedades que se van sucediendo.
De todos modos, hasta ahora tampoco nosotros hemos aportado ninguna novedad. Lo mismo podría decirse de las restantes novelas de Brown publicadas hasta ahora en España. Lo que ocurre es que Brown consigue mantener el interés de sus incondicionales -que los tiene- con elementos que van mucho más allá de su tremenda torpeza literaria: lo atractivo de Brown, para sus lectores, está no en la trama de la novela, sino en su trasfondo.
¿Y cuál es en este caso el trasfondo? Pues en este caso podríamos hablar de tres factores: el reto intelectual de la criptología, los fascinantes desarrollos informáticos, y el recurso a los lugares exóticos.
Y, como suele suceder también con Brown, ninguno de los tres resiste el más mínimo análisis.
La parte criptológica es... bueno, digamos que no sólo daría risa a los criptólogos, sino que incluso resulta patética para cualquiera que haya resuelto una "sopa de letras" en la sala de espera del dentista. A lo largo de la novela, Brown nos muestra que ha oído alguna vez tres o cuatro palabras técnicas, pero al parecer no ha entendido lo que significan, y espera que sus lectores tampoco lo comprendan. Claro que también espera que no reconozcan las simplísimas claves que aparecen al final del libro, o que no admiren el portentoso ejercicio intelectual de las que califica por alguna parte como "algunas de las mejores mentes del planeta", que tardan como dos docenas de párrafos en calcular el número tres. Número que sirve para desactivar un terrible virus informático, y que cualquier lector con una cultura media es capaz de deducir a través de las detalladas instrucciones contenidas, pásmense, en el propio código del virus, pero que para las "supermentes" de la NSA resulta tan imposible de encontrar que al final tiene que ser una "genial" intuición de Susan la que dé con la clave.
Ah, y si considera usted que al decirle esto le he chafado el final del libro, piense que por lo menos le he ahorrado que se lo chafe el propio Dan Brown, porque el desenlace es como para echarse a llorar.
Si la criptología no es precisamente el punto fuerte de Dan Brown, la informática también parece ser un pozo de misterios para él. Para él o para nosotros, simples usuarios de un pequeño ordenador, que asistimos atónitos al espectáculo de un virus (o gusano, según lo califica Brown, aunque no parece ser ni una cosa ni otra) que va destruyendo poco a poco los filtros de seguridad de la base de datos de la NSA. Brown nos presenta una "representación virtual" del proceso, en la que las diferentes barreras van "disolviéndose" mientras avanzan las líneas de intrusión de los "hackers" ante la mirada impotente de los técnicos... a quienes no se les ocurre algo tan simple como desconectar el acceso a la red. Una primera medida que debería haber sido seguida por otra: no emplear el dichoso Windows. ¿O es que no se acuerdan de aquellos extraterrestres de "Independence Day", vencidos gracias a que sus ordenadores empleaban el sistema operativo de Microsoft y además tenían disketeras igualitas a las terrestres?
Pero para los lectores españoles todos esos -y muchos más- son detalles menores ante lo que constituye quizá el principal atractivo del libro: el exotismo de uno de los lugares donde se desarrolla la acción. O sea, Sevilla.
Dan Brown ha dicho en alguna entrevista que vivió en Sevilla una temporada, mientras estudiaba Historia del Arte. Bueno. Pero, la verdad, en vista de lo que escribe sobre Sevilla, o sobre manifestaciones artísticas como la Catedral y la Giralda, o miente como un bellaco o debió pasar aquellos meses encerrado en su cuarto y en un estado permanente de intoxicación etílica.
Para los lectores norteamericanos de Brown -alguno de los cuales ha llegado a decir que "el autor consigue transportarnos realmente a Sevilla", nada menos- supongo que la descripción de esa ciudad y ese país semisalvajes, subdesarrollados y extraños conseguirá desviar la atención de la torpeza de la trama. Pero no sé muy bien qué pasará con los lectores españoles. Algún artículo de prensa ya nos habló hace tiempo de su descripción de un ambulatorio público en el que se hacinaban pacientes desnudos, tumbados en simples jergones, mal atendidos o abandonados en un edificio destartalado, sucio y con olor a orina. De sus confusiones acerca de la policía española -la "Guardia", como él la denomina-, ineficaz, inepta y corrupta. Pero esas perlas -insisto, lean el artículo, que merece la pena- son sólo aperitivos comparados con alguno de los pasajes en los que Brown demuestra que su enciclopédico desconocimiento va mucho más allá de la criptografía, la informática, la geografía -¿sabían ustedes que para Dan Brown Sevilla se encuentra en Extremadura?- o incluso algo tan sencillo como cuántos dígitos tienen nuestros números de teléfono.
No, hay mucho más. Para este estudioso de la historia del arte, por ejemplo, las catedrales góticas tienen una sola puerta para que puedan servir de refugio ante el ataque de los moros. No aclara cuál de las siete magníficas portadas de la catedral de Sevilla es la que salva de su particular "quema", aunque ya sabemos que no es la que da al patio de los naranjos, puesto que ésta la sustituye por una puertecita hábilmente disimulada tras la sacristía.
Puertecita que permite al protagonista escapar cuando el asesino le localiza en misa. Porque le localiza, vaya que sí. Resulta que los españoles tenemos todos la costumbre de levantarnos a primera hora para ir a misa, todos vestidos de negro riguroso. Y claro, el americano, vestido de caqui, canta más que la traviata entre el gentío vestido de color hormiga. Y aun así hubiese podido escapar, arrodillado entre los fieles, si no fuera porque nada más comenzar la misa todos se levantaron a comulgar, cosa que al parecer hacemos los españoles al principio de la ceremonia.
En fin, supongo que con esta pequeña selección de perlas cultivadas se harán una idea de cómo es el libro. De modo que les ahorraré los sudores de los criptólogos intentando descifrar la extraña sucesión de letras sin sentido de un anillo (que resultan ser una frase en latín), o que la afición española a poner a las niñas el nombre de Rocío se debe a la pureza que se asocia a, ejem, el rocío -el que cae sobre las plantas-. No les mencionaré las divertidas meteduras de pata en la descripción del sofisticadísimo sistema informático de la NSA, que parece diseñado por un niño de tres años durante su siesta vespertina. Y ni siquiera les contaré cómo el fenomenal juego de palabras que Brown monta con la frasecita "without wax" se basa en una etimología clarmorosamente inexacta.
Me limitaré a decirles que, si de verdad buscan intriga y misterio, tiren ese libro a la basura y se compren otro. Porque misterio, lo que se dice misterio, sólo se contiene uno en el libro. Y es exclusivamente para los lectores masculinos, que gracias a Dan Brown sabemos por fin qué es lo que hay en los servicios de señoras. En todos los servicios de señoras de nuestro país.
Hay una taza de WC, un lavabo para las manos, y ¡un urinario de pie! Sí, exactamente lo mismo que en los de caballeros: los españoles somos así de brutos.
Y lo demostraremos haciendo de esta basura un nuevo best-seller. Y si no, al tiempo.